Todos los días, entre aromas y texturas, Yaneth, Margarita, Hercilia, Yadira, Gloria, Deisy, Amparo, Ana y Serafina entrelazan sus historias de vida con las fibras naturales del papel que hacen a mano en Barichara, Santander. Lo que anteriormente era ocupado por una vieja fábrica de tabaco, hoy en día es un espacio de resiliencia.
Llegar al Taller de Papel es encontrarse en una esquina con una gran casa de tapia pisada blanca y una pequeña puerta de madera negra envejecida, que invita a sus visitantes a pasar. Dentro, entre techos de bambú y espacios de concepto abierto, que permiten la fluidez de la brisa, habita un nuevo mundo donde el arte es el lema de vida.
“Bienvenidos a la Fundación San Lorenzo, mi nombre es Janeth”, es el caluroso saludo que se recibe al ingresar al Taller. Janeth Velásquez es una mujer de 40 años, quien con una sonrisa reflejada en sus ojos, debido a que una mascarilla cubre su boca, acoge a los visitantes y los sumerge en el sendero donde crecen las plantas útiles para la producción de papel. Se trata de los cultivos de fique, piña, caña, papiro, 'lengua de suegra' y entre otros, los cuales son un refugio y fuente de trabajo para Janeth, quien desempeña esta labor desde hace 14 años. Todas estas plantas, cuando cumplan su ciclo, serán cosechadas para extraer su fibra, almacenarlas y ser convertidas en papel.
Las hojas hacen parte del paisaje mientras terminan su proceso de secado. El Taller de Papel está abierto al público y se encuentra ubicado en la Carrera 5 No. 2-88. Foto: María José Echeverry / Plataforma UPB
“Uno no se imagina que de una planta pueda llegar a hacer una hoja de papel y todas las posibilidades que se pueden abrir a eso”, expresa Janeth con orgullo luego de culminar el recorrido por el sendero. Su afinidad de crear arte con sus manos siempre estuvo presente, incluso cuando no era la fuente de trabajo, debido a que por un tiempo, tuvo que optar por realizar servicios domésticos. El Taller de Papel se presentó ante ella como una segunda oportunidad que le ofrecía mejor calidad de vida para sus hijos y su esposo.
En una esquina del taller está el cuarto de máquinas donde se encuentra Deisy Viviescas. En este lugar, el aroma dulce que desprenden las hojas de las plantas, como la piña, al ser desfibradas, recibe a los visitantes. Al fondo se escucha el ruido de los motores de las máquinas que extraen la parte más pura de la fruta. Sin embargo, la voz de Deisy se escucha clara y fuerte: “Ser mujer es ser independiente. No tenemos que depender necesariamente de un hombre, nosotras también podemos y este trabajo nos enseña mucho eso: no necesariamente tenemos que estar con un hombre para salir adelante”.
A pesar de ser la más joven de las nueve mujeres en el taller, Deisy, con 22 años, ha encontrado en la Fundación un soporte para sacar adelante a su hija de dos. Antes de llegar a este lugar, se desempeñaba como camarera en un hotel de Barichara, estando allí se enteró que el Taller, en ese momento, estaba recibiendo hojas de vida y decidió aventurarse en este nuevo quehacer. Trabajar en este espacio, entre mujeres, le ha permitido verse a sí misma de forma diferente. Cada una de las historias que comparten sus compañeras, la llenan de fortaleza.
Hercilia, de 52 años, una de las trabajadoras con más antigüedad en el taller, introduce a los visitantes a la fase de maceración. Aquí, el fique comprado a los cultivadores de la zona, se vierte en un recipiente de agua y cal por tres meses. Posteriormente, se cocina en ollas de cobre, luego se introduce el fique en agua y se maceran en un molino para extraer las fibras y poder elaborar el papel. Sin embargo, no siempre fue así.
Hace 21 años, en las calles de Barichara se escuchaba el retumbar de un mazo que era utilizado para golpear el fique. Hercilia, por azares de la vida, llegó a realizar labores domésticas al lugar donde provenía dicho sonido y fue allí donde realizaron los primeros intentos de creación de hojas artesanales, bajo la técnica japonesa, a partir de este material orgánico nativo de la Cordillera de los Andes. “Cuando hicimos esa primera hojita con este papel dijimos: arte” ese fue el eureka de Gloria Correa, quien junto a Beatriz Betancur, le apostaron a la creación del Taller de Papel.
Fue así como Hercilia conoció de cerca esta labor y se vinculó a ella con la ilusión de poder mantener a su familia, ya que por motivos de salud su esposo no podía trabajar, y lograr desempeñar lo que más le gusta: el arte. “Cuando yo estudiaba en el colegio también pensaba en graduarme, ayudar, hacer manualidades y enseñarle a la gente. Esto fue como la labor que tenía dedicada para mí: aprender actividades de artesanías. Me fascina mucho hacer esto, por eso me quedé acá en este trabajo, me agrada mucho lo que hago. Es una inspiración muy grande”, sostiene con alegría una de las trabajadoras que ha sido testigo de la evolución del Taller de Papel.
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Detrás del papel
Una vez se extraen las fibras del fique en la maceración, se pasa a la creación de la hoja de papel. En esta etapa se encuentra Margarita Suárez, una mujer viuda -de 61 años-, quien con sus manos toma el marco de madera, el cual tiene el tamaño de una hoja carta, y lo sumerge en la pileta de un lavadero, donde está la mezcla de fibra y agua. Margarita extrae el marco y como magia la hoja está formada. Con delicadeza ella toma el molde y lentamente adhiere el papel a un paño blanco.
Margarita Suárez se desplaza todos los días desde San Gil hasta Barichara para trabajar en el Taller de Papel. Debido a la pandemia del coronavirus tuvo que realizar artesanías desde casa durante meses por ser población en riesgo. Foto: María José Echeverry / Plataforma UPB
Mientras toma un respiro, Margarita cuenta que trabajar en el taller significa para ella una segunda oportunidad de vida. Ella, con tan solo 8 años de edad, tuvo que comenzar a trabajar realizando labores en su propio hogar y debido a esto solo pudo estudiar hasta quinto primaria. Fue así como desde temprana edad, esta mujer tuvo que afrontar la vida como adulta y a pesar de los obstáculos que enfrentó, como perder a su esposo en un asesinato -por problemas pasionales-, pudo sacar adelante a sus tres hijos. “Le doy gracias a Dios, que con este trabajo saqué a mis hijos adelante. No les pude dar la universidad, pero por ejemplo, una hija se especializó para trabajar al menos en un hotel como recepcionista. El otro hijo, que es el menor, tiene una carpintería. Y mi otra hija, que es la mayor, trabaja en San Gil en Gringo Mike's (restaurante de comidas rápidas)".
Al nombrar el Taller de Papel, Margarita siempre recuerda lo que este lugar solía ser: la Compañía Colombiana de Tabaco. Desde los 17 años ha recorrido cada espacio de este recinto, debido a que trabajó arreglando y separando el tabaco. Tiempo después, se vinculó a lo que es hoy la Fundación San Lorenzo, donde vivió de cerca las altas y bajas del taller.
Cuando Gloria Correa y Beatriz Betancur fundaron este recinto dedicado al arte, sus ingresos provenían de un contrato con la Federación Nacional de Cafeteros para la elaboración de anillos aislantes de calor, que eran usados en las tazas de café de Juan Valdez. El taller estaba encargado de realizar 40.000 hojas mensuales para ser enviadas a Bogotá, Colombia. Sin embargo, esto solo duró cinco años, y en ese momento “nos llegó una crisis que no había a quién venderle porque nos quedamos sin proveedores. A nadie a quién venderle nada”, cuenta Magarita, recordando la angustia que vivieron en esos momentos.
Un nuevo comienzo
El Taller pasó de ser una fábrica a dedicarse directamente al arte. Con sus manos, las mujeres tomaron la fibra y comenzaron a crear muñecos, lámparas, accesorios para dama, libretas, móviles, flores, separadores y lienzos pintados con extracto de frutas y verduras.
El papel se convirtió en arte y está listo para la venta en la habitación de artesanías. Allí se encuentran desde pequeñas libretas hasta grandes lienzos hechos y pintados a mano con pintura vegetal. Foto: María José Echeverry / Plataforma UPB
Para secar el papel que Margarita dejó listo en el paño, se lleva a una prensa donde se acomodan de 40 a 50 hojas para extraer la mayor cantidad de agua posible. Posteriormente, el papel será colgado en soportes de bambú, donde se secará con el pasar de la brisa.
En esta ocasión, Yadira Bueno, de 41 años, y Gloria Sanchéz, de 47, se encargan de recoger las hojas que ya están secas para ser transformadas en artesanías que serán ofrecidas al público.
“Me gusta mucho hacer papel. El papel me hace sentir relajada, tranquila. Me da felicidad que esa hoja que voy hacer va a llegar a muchas personas, donde ellas pueden plasmar una obra, pueden pintar, pueden hacer un producto. Van a determinadas personas que pueden sentir lo que somos nosotras, las nueve mujeres de Barichara”, cuenta Yadira con entusiasmo, quien ha estado directamente relacionada con el taller, puesto que en su casa era donde se vendía la materia prima a este lugar. Desde entonces, esta labor, que es el primer trabajo que ha tenido fuera del hogar, se ha convertido en parte fundamental de su vida porque su esposo, por problemas de salud, no puede trabajar y es ella quien lleva el sustento de su familia.
Además de la elaboración de papel, la Fundación también se ha dedicado a compartir sus conocimientos con los niños de las escuelas del municipio. Este rol llena de orgullo a Gloria al ser la coordinadora de estos espacios pedagógicos, donde además de enseñarles a los más pequeños a hacer una hoja de papel, se les imparte el valor de cuidar el medio ambiente. A pesar de lo que esto significa para Gloria, debido a la pandemia, es una labor que no han podido desempeñar. “Lo extraño mucho porque para mí los niños son lo mejor. Llegar a una de las escuelas, ellos lo reciben a uno con ese cariño, con esa felicidad: ¡Llegaron las profesoras del taller de papel! Es una felicidad muy grande que uno siente”, comparte Gloria con una gran tristeza reflejada en sus ojos.
Al terminar el recorrido, así como lo dijo Beatriz Betancur, estas mujeres son profesoras sin haber asistido a una escuela. Ellas enseñan a los niños y demás personas de su comunidad, aman lo que hacen y se llenan de orgullo al ver cómo sus manos día a día pueden crear, de forma sostenible, un objeto que es indispensable en la cotidianidad como lo es el papel. Ellas son el reflejo de la cultura y el arte presente en esta región.