Foto portada Twitter @PoliciaStander y de encabezado Twitter @LeonardoJerez1
Desde el comienzo de nuestro viaje el aguacero no cesó, en mayo es común que esto pase. La carretera era como una galleta húmeda que se desmorona: caían migajas por todos lados.
En los momentos donde lográbamos ver algo a través de la niebla, las vistas más frecuentes era los inmensos ríos amarillos que recorrían las orillas de la vía o, en ocasiones, caían desde arriba en cascada. La camioneta blanca que nos transportaba dejó de saltar solo en los tramos pavimentados que, además de pocos, eran un bálsamo en el irregular recorrido.
A una hora más de camino para llegar a nuestro primer destino, se escuchaban los balbuceos de Juan Luis Guerra en la radio del carro y que a veces se robaba el protagonismo en la vía: no te mortifiques, que yo le envío mis avispas pa’ que lo piquen. Era difícil concentrarse en la canción mientras se pensaba en el dolor de las familias que perdieron a sus seres queridos meses atrás.
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El 22 de marzo del 2022 quienes tuvieron la desgracia de presenciar lo que sucedió, describirían este día como cualquier otro: una mañana normal, los niños fueron a su colegio como era de costumbre, lo que nadie sabía era que esa tarde cuando salieran de clases, no volverían a sus hogares.
Fueron seis los menores de edad que perdieron la vida en el accidente. Fotos: Stefanie Sofía Díaz Sierra y Kimberly Ruiz Bohórquez
A las tres de la tarde de ese día, el corregimiento de la Laguna de Ortices, ubicado en el municipio de San Andrés, se estremecía con la noticia de un accidente de tránsito. La historia es que, luego de haber recorrido 2 kilómetros desde el Instituto Técnico Laguna de Ortices, cuando pasaba por el sitio conocido como Altos de San Pedro, la ruta escolar que transportaba aproximadamente a 22 niños tuvo una falla mecánica que provocó la caída del bus 300 metros por un abismo. La escena para cualquier habitante del pueblo —y de la región— era casi imposible de digerir.
Algunas personas que transitaban por allí se percataron de lo ocurrido, avisaron a quienes pudieron y a las entidades encargadas para ir a socorrer a los heridos; a aquellos niños que fueron lanzados desde el bus y encontrados gravemente heridos se les dio prioridad, algunos ya habían fallecido cuando la ambulancia recorrió a toda velocidad la carretera sin pavimento para llegar al sitio del accidente.
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Sin ningún atisbo de claridad en el cielo, llegamos a San Andrés. Pasaríamos la noche allí en una habitación pequeña con dos camas en cada extremo y grietas en el suelo.
Al siguiente día, nos dedicamos a recorrer el pueblo para buscar a las familias golpeadas por el accidente, era día de mercado y los habitantes de veredas y corregimientos aprovechaban para ir al pueblo a abastecerse.
Luego de un par de horas recorriendo las calles del pueblo sin encontrar a los afectados, alguien gritó: “¡niñas!”, al mismo tiempo que alzaba uno de sus brazos para captar nuestra atención. “Allá están los papás de un niño que se murió”. En ese momento sin mirarnos corrimos, mientras el informante seguía gritando: “¡Javier va con un mocho de jean y una camisa roja!¡La esposa se conoce porque es de nariz chatica!”.
Al fin, al ver una camisa roja nos dirigimos hacia quien la portaba.
Al explicarles quiénes éramos, fue notoria la incomodidad. Rubeira Cáceres, esposa de Javier López, solo suspiraba mirando al cielo mientras intentaba responder amablemente; su marido prefirió dejarle la cortesía a ella, cruzado de brazos esperó la decisión de su compañera.
La familia ya estaba de regreso a su hogar con sus otros dos niños. Pactamos un encuentro en la tarde, sin saber si podríamos volvernos a reunir de manera física con ellos por la dificultad que representaba conseguir transporte para ese día en el pueblo, pues un solo bus salía a las 7:00 p.m. hacia La laguna.
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Luego de encontrar transporte hacia el corregimiento de La Laguna, logramos llegar a la casa de Javier y Rubeira. Varios charcos del tamaño de un neumático daban la entrada a la casa abierta, de ladrillo y sin puerta en la que vivían. Rubeira, con voz baja comienza a relatar: “se nos hizo raro que fuera tan tarde y los niños nada que llegaban. Al ratico recibimos una llamada…” termina mientras las lágrimas bajan por sus mejillas.
Luego de una pausa retoma: “cuando llegamos allá era horrible, había mucha gente angustiada buscando a sus hijos”, se frota los ojos como intentando borrar sus recuerdos de lo que vieron en el lugar de la tragedia. “Javier bajó por el barranco porque estaba muy empinado, yo no me quise meter. Pudimos sacar con vida a mis tres niños y trasladarlos al hospital en la ambulancia; cuando llegué a buscar a mis hijos encontré a Maikel y después a Camilo, estaban heridos, pero bien. No encontraba a Erick Joel; cuando lo vi estaba muy mal. Tenía puesto un oxígeno y lo estaban reanimando. Le grité y no respondía. La doctora dijo que ya no había más por hacer y ahí supe que mi hijo se había ido”.
Dicen que fue berraco enfrentar esta situación, el sentir ese vacío que quedará siempre en sus pechos y el superar que ya no está con ellos. Los otros dos pequeños, a lo largo de la plática, solo observaban con ingenuidad y de vez en cuando se distraían correteando detrás de un pequeño carro de madera sin dimensionar que son sobrevivientes de un trágico accidente en el que murió su hermanito.
Algunas familias vivieron el dolor de perder a uno de sus hijos y, a su vez, la alegría de que otros sobrevivieran.
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El rector de la institución, Pascual García, quien está en el cargo desde el 2004 cuenta que antes de su cargo como rector dictaba clase en las sedes del colegio que se encuentran en las veredas aledañas a la zona, después de varios años fue nombrado como rector y tuvo la oportunidad que estaba esperando. Siempre quiso ayudar y dejar una huella en su comunidad.
El ideal que se trazó fue el de brindar el acceso a la educación para los niños y niñas del centro poblado, luchó por reconstruir el colegio para que los estudiantes tuvieran espacios y herramientas que les permitiera desarrollarse con una educación de calidad.
En su expresión se refleja la culpa, sus ojos con mirada fija al suelo y sus manos inquietas articulaban palabras. Su cargo se lo permitía, tenía la responsabilidad, el compromiso y por encima de todo el anhelo de ayudar a los niños que hoy ya no estaban. Aun así, a pesar de su melancolía, el accidente le dio vida a un gran monstruo de necesidades que se mantenía en el olvido: la falta de un centro de salud, de personal capacitado, la distancia que los separaba de instituciones de ayuda y autoridad eran solo las extremidades del gigante.
Siempre en el olvido. Los habitantes de la Laguna de Ortices viven sin acceso a recursos básicos de alimentación, educación, servicios públicos, salud y transporte. Aunque la noticia del accidente fue nacional, y tuvo eco por algunos días, la voz de ayuda fue corta y poco distante. Parece que el panorama seguirá siendo de negligencia estatal, en donde el orgullo no se puede perder por más sangre que se derrame.
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Luz Dary Bautista, gerente del Hospital San José de San Andrés, coordinó y estuvo a cargo de la atención médica durante la emergencia. Mientras describe el estado en el que se encontraron los niños, no se inmuta, pareciera que no le afecta la situación de una manera trascendental, por el contrario, parece enorgullecerse de los procesos realizados ese día en la medida en que su voz se fortalece cuando habla del tiempo récord en el que se trasladó a los pacientes por medio de una red de ambulancias solicitadas a los municipios aledaños; treinta minutos desde el lugar del accidente hacia el hospital del municipio que no contaba con el espacio ni el personal para atender a los 17 heridos, 5 con traumas craneoencefálicos leves, moderados y graves. Parece haber estado en un rango de atención buena y eficaz.
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Don Jaime Osorio conducía el bus que habría rodado abismo abajo el 22 de marzo. La tragedia también se posaría sobre sus hombros, no solo por ser quien conducía el vehículo o por lo gravemente herido que resultaría, sino porque su pequeña hija iba con él en el bus.
No podía decir mucho, no quería involucrarse en más problemas legales de los que tenía en ese momento. Su hogar era como los otros: a medio construir, con grietas, maleza rompiendo los suelos y faltándole unas cuantas puertas. Era igual que sus vecinos, oriundo de la zona, trabajaba en “lo que le saliera” para llevarle sustento a su familia.
Mientras atiende una llamada responde, sus gestos solo mostraban un agudo desconocimiento, “tal vez fue una falla, el bus sí estaba viejito”, afirma mientras se replantea si fue una buena decisión haber aceptado la entrevista.
Su historia destacaba lo agradecido que estaba por tener a sus hijos con vida y lo mucho que lamentaba lo sucedido.
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Seis menores de edad murieron el 22 de marzo. En la mañana de ese mismo día, el bus accidentado había transportado 44 niños, pero en la tarde solo se subió la mitad al vehículo. Las causas del siniestro aún no son claras, aunque se conoció que el vehículo tenía sus documentos al día a pesar de tener más de 20 años de circulación, incumpliendo con la ley 105 de 1993 que indica que estos deben ser ‘chatarrizados’ y sustituidos por nuevos.
No es la primera vez que San Andrés llora una desdicha de estas. Por el año 2000 la tragedia también inundó al corregimiento; la comunidad de Altos de San Pedro recuerda haber perdido a 10 de sus habitantes en circunstancias similares. En su momento se realizaron reuniones, propuestas fugaces y pedidos de arreglo de la vía que se quedaron en papel; sin embargo, nadie hizo nada y la historia se volvió —y se volverá— a repetir si no se toman acciones.
De manera solemne y simbólica en compañía de las familias, realizamos la siembra de arboles en el Instituto Técnico Laguna de Ortices, en memoria de los niños victimas del lamentable siniestro vial en zona rural del municipio de #SanAndrés.pic.twitter.com/STNaMD0uEz
— Coronel Franklin Cruz Suárez (@PoliciaStander) March 25, 2022