Fotos de portada: Comisión de la Verdad
Anticoncepción forzada, embarazos por violación, maternidad forzada, aborto forzado y violencia a la capacidad reproductiva son algunos de los estragos que dejó el conflicto armado en Colombia. A esto se suma la peligrosa práctica de la aspersión de glifosato en las comunidades más vulnerables, alejadas de la periferia y abandonadas por el Estado. Las principales víctimas de estas prácticas son las niñas y mujeres afrocolombianas, indígenas y campesinas, jóvenes reclutadas por los grupos armados, lesbianas, hombres trans y mujeres en situación de prostitución quienes históricamente han sido desprotegidas y han sido el blanco de una violencia de tipo estructural que nunca les permitió ejercer sus derechos sexuales y reproductivos y mucho menos la capacidad o la autonomía de decidir sobre sus cuerpos.
El 21 de julio la Comisión de la Verdad dio a conocer el volumen sobre las violencias sexuales y reproductivas en el marco del conflicto armado llamado Mi cuerpo es la verdad como parte del informe final que se presentó el pasado 28 de junio. En este informe, el Centro de Derechos Reproductivos encontró que estas prácticas han sido ejecutadas por parte de grupos paramilitares y guerrillas como el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el Ejército Revolucionario Guevarista (ERG), las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas-Ejército Popular (FARC-EP) y miembros pertenecientes a la fuerza pública. En el mismo se busca visibilizar y ponerle el foco a los derechos reproductivos de manera independiente a la violencia sexual.
Catalina Martínez Coral, directora regional para América Latina y el Caribe del Centro de Derechos Reproductivos, explica que “en los dos informes que presentamos lo que hicimos fue prácticamente hablar de estas violencias reproductivas, que son violencias que nunca habían sido identificadas por sí mismas, entonces era muy importante identificarlas porque es una violencia diferente que recae sobre la capacidad y la autonomía de las personas de tomar decisiones sobre su cuerpo […]. Al reconocer estas violencias se podrá entender cuál es el impacto que tuvo la guerra en los cuerpos de las mujeres, que trasciende la violencia sexual, y por eso permite a la Comisión hacer recomendaciones específicas sobre este tema”.
Los vejámenes cometidos contra las mujeres y niñas
En el marco del conflicto armado en Colombia, algunas mujeres indígenas fueron obligadas a abortar y otras deseaban la interrupción voluntaria del embarazo, pero fueron denegadas por el Estado. Hay un llamado de atención porque la violencia sexual y reproductiva es un tema que ha existido desde hace décadas, sin embargo, no se le otorgaba visibilidad y las víctimas continuaban normalizando este tipo de violencia. Por eso, la labor de las organizaciones de sociedad civil fue sacar a la luz las voces de quienes han callado por años, de mujeres que han padecido —y padecen— dolores físicos y emocionales de forma permanente, de mujeres que han visto truncados sus planes reproductivos y siguen sin tener el debido acceso a sus derechos vulnerados.
Según el Registro Único de Víctimas (RUV), hasta julio de 2022 hay más de 8 millones 64 mil víctimas directas del desplazamiento forzado en Colombia, de las cuales 4.025.910 son mujeres. Según el barrido histórico realizado por la Comisión de la Verdad, se halló que a finales de los 90 e inicios del 2000 fue el periodo donde más se produjeron eventos de desplazamiento forzado que tenían a las mujeres como su principal objetivo.
Pero la violencia no cesa, pues las mujeres indígenas no solo fueron forzadas a abortar, sino que también fueron obligadas a irse de sus hogares para trabajar en casas de familia, donde también se encontraban susceptibles a seguir siendo víctimas de violencia sexual. Estas mujeres fueron víctimas de prácticas como la seducción por parte de los actores armados con la finalidad de aprovecharse y utilizarlas como servicio de inteligencia. Así mismo, estos actores armados sometieron a estas mujeres a las redes de trata y prostitución, las coaccionaron a romper sus propias tradiciones, formas de vida ancestrales y amenazaron con asesinar a médicos tradicionales, parteras, líderes y lideresas de la comunidad donde pertenecían.
Una de las formas en las que los actores armados ejercieron el control fue utilizando el cuerpo de las mujeres como lugar de conflicto, como botín de guerra y fuente de placer, así como también para dejar mensajes marcando sus cuerpos, destrozándolos y despojando la humanidad y la integridad de ellos. Es un hecho que la violencia sexual fue —y es— una forma de control, una forma de castigo y, sobre todo, una recompensa para los hombres que fueron a la guerra a “arriesgar sus vidas”.
La violencia sexual y reproductiva contra las mujeres y niñas no se puede conocer solo desde las cifras, pues son ellas quienes con sus relatos le dan un rostro y demuestran las consecuencias irreparables que dejó la guerra. En el informe final Mi cuerpo es la verdad, mujeres como Graciela revelan que: “un día, en 1992, me quedé sola en la casa. Estaba lavando ropa cuando llegó un militar, alto, mono, de ojos verdes. Yo estaba con la niña de dos añitos y me dijo que le regalara un vaso de agua, y yo, sin pensar lo que el tipo me iba a hacer, me fui para la cocina. Cuando estaba sacando el agua de un cristal que tenía para los niños, el tipo me cogió por detrás y me arrastró por la cocina. Me puso el fusil en la cabeza, me empezó a quitar la ropa y me violó. Me empezó a golpear las piernas con el fusil y me decía cosas”.
Yadira comenta su situación, vivida en Sucre, cuando tenía 16 años y fue abusada por parte de un comandante de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC): “él mismo me dijo: ‘Quítate la ropa’, y yo le decía que no; cuando yo le decía que no, él señalaba el arma. No se puso protección, no se puso nada. Era mi primera vez con un hombre. Después me dijo: ‘Vístete’. Me secó las lágrimas y todo, o sea, como el hombre más cariñoso del mundo, pero eso era con el arma en la mano. Me dijo: ‘Cuidado vas a decir algo, que yo sé dónde vives’. Nunca le comenté a nadie, a nadie absolutamente. Nunca, por temor. Para mí era como una mancha, una ofensa, una vergüenza que la gente supiera. Entonces me guardé eso. Incluso, desde ahí, yo nunca tuve novio. Nunca tuve más nada”.
Violencia y abusos contra las personas LGBTIQ
Durante el conflicto armado el declararse homosexual, lesbiana o persona trans era sinónimo de cargar con su propia cruz y de escribir su crónica de muerte anunciada, pues los actores armados no tenían compasión alguna por aquellos que pensaban diferente y tenían distinta orientación sexual.
Soraida, mujer trans y víctima de las FARC-EP recuerda: “Me pegó como dos veces en la cara y me dijo que me iba a matar. Yo empecé a llorar. Me dijo que allí no se permitían ‘maricas’, ‘gaitorades’, porque íbamos a dañar a los otros pelados... En ese entonces, yo no tenía el pelo tan largo y me agarró del cabello y me pegaba en la cara. Luego, me dijo: ‘Bueno, pero como usted quiere ser mujer, pues vamos a hacerle lo que se les hace a las mujeres’. Me agarró las manos y me violó. A lo último me seguía pegando, diciendo cosas, y con una pistola me apuntaba y me gritaba: ‘Te voy a matar’. En una de esas sacó una navaja y me hizo una incisión en el recto. Tenía 10 años”.
Samira, quien ahora es lideresa trans en San Luis, Antioquia, cuenta cómo la violentaron y abusaron cuando tenía 14 años: “me reclutaron para, supuestamente, volverme hombre, porque no estaba bien visto un marica en el pueblo, porque uno iba a dañar a los demás. Luego sufrí violencia sexual y tortura, aporreones, como dice uno. Primero me penetró ese comandante, que era una persona muy sádica y le gustaban los niños. Después de que se sació conmigo, me dejó a merced de todos sus hombres”.
La Corte Constitucional en el 2008 reveló que la violencia sexual —o las amenazas de este tipo— funcionaba como una de las estrategias para que se cometiera el desplazamiento forzado y la toma de determinadas zonas rurales. Lo que la convierte en una de las prácticas de violencia más crueles e inhumanas, puesto que también tiene una carga simbólica contra las mujeres. El informe de la Comisión, además, manifestó que la mayoría de las violencias de las que se tuvo conocimiento fueron ejercidas por grupos paramilitares, seguidos de guerrillas y, en tercer lugar, por la fuerza pública.
Abortos y daños en la salud como consecuencia del glifosato
A lo largo de los años se han realizado estudios para determinar el impacto que tuvo el glifosato en la salud de las personas que vivían en zonas rurales, puesto que se habían presentado casos de mujeres que tuvieron abortos involuntarios en el mismo tiempo en que este químico se asperjaba en sus tierras.
El reporte Salud reproductiva y glifosato, realizado por la Comisión de la Verdad, el Centro de Derechos Reproductivos y el Grupo de Epidemiología y Salud Poblacional de la Universidad del Valle en el 2020, encontró que existe “una clara consistencia a favor de los efectos nocivos del glifosato en la salud reproductiva”. De este modo, se agrega que hubo —y hay— efectos en la fertilidad, aborto, efectos perinatales y efectos transgeneracionales.
Uno de los casos corresponde a Yaneth Valderrama, una mujer del Caquetá, a quien el 28 de septiembre de 1998 tres avionetas y cuatro helicópteros de la Policía Nacional le asperjaron glifosato en su casa cuando tenía tan solo cuatro meses de embarazo. Al suceder esto le prestaron los servicios de primeros auxilios, pero al no ser suficiente se vio obligada a ir a un hospital en Florencia, donde llegó con manchas en la piel, dificultad para respirar, dificultad para caminar y un intenso dolor de huesos y músculos. Allí le practicaron un legrado uterino, pues presentaba un aborto incompleto. Su salud se deterioró y finalmente murió en marzo de 1999.
Otro de los casos es el de Doris Yaneth Alape. En mayo de 1999 la Policía Antinarcóticos realizó una aspersión masiva de glifosato en la zona rural donde vivía Doris. Los cultivos, las fuentes de agua, los animales y las casas quedaron contaminados con este químico. Al menos veintiséis personas resultaron afectadas y algunas mujeres perdieron sus embarazos, entre ellas Doris, quien hasta el momento no ha podido trabajar dignamente por problemas en su salud a causa del glifosato.
La lucha que sigue
Las mujeres madres cabeza de familia, viudas, huérfanas, adolescentes, mujeres y hombres trans han tenido que enterrar cadáveres de otras personas y rezar por ellos y los suyos, han sido la fuerza que mantiene un hogar, han sido quienes llevan el alimento diario, quienes educan a sus hijos e hijas, quienes labran las tierras, y quienes siguen en pie aún sabiendo que la reparación es un proceso largo y doloroso, porque sanar no es fácil.
Es momento de reconocer la contribución de millones de mujeres que visibilizaron esta problemática y que hablaron de sus experiencias, es momento de reconstruir la memoria colectiva, es momento de que las víctimas tengan voz, que el Estado y los gobiernos correspondientes se hagan cargo de los daños y las consecuencias y se trabaje por una nueva historia, un nuevo aprendizaje, donde se espante el olvido y se construya la paz.
Blanca, campesina que sufrió tres desplazamientos en la década de 1990, dijo: “la lucha la llevo en los pies, porque los pies lo llevan a uno a todo lado y a hacer de todo”.