A falta de camillas, un cuerpo yace sobre el otro. Los dos en el tanatorio, drenados y bien vestidos, que por casualidades de la muerte esperan juntos la sepultura. De ser en vida, la escena transmitiría la felicidad de un abuelo disfrutando de su nieto y contándole maravillosos cuentos. El hombre, que originalmente ocupaba la camilla, vivió durante sesenta años mientras que el nuevo inquilino, que solo le llega a la rodilla y posa sobre su regazo, tan solo cuatro.
Ambos se suman al registro de servicios que realizan los sepultureros, día a día, en el área metropolitana de Bucaramanga; entre exhumaciones, inhumaciones, cremaciones y labores de mantenimiento transcurren largas y extenuantes jornadas. Una labor que acompaña a la humanidad desde sus inicios por su propia naturaleza: nacer, crecer, reproducirse y morir.
Las prácticas de este oficio se han transformado al transcurrir los años. Hace décadas a los cadáveres se les insertaba en el estómago aserrín —como método de absorción de los fluidos— para evitar la descomposición, se les aplicaba formol y, adicional, se les colocaba algodón en la cavidad anal para que el líquido restante de los intestinos no saliera. En la actualidad, el proceso dura cuarenta minutos y a la persona que muere de manera natural se le realiza una incisión en el cuello y otra en el estómago para extraer fluidos, además, se lesinyecta un líquido que permite mantener en buen estado el cuerpo. Por último, se sutura y se les pone un pañal por respeto a su integridad.
Relacionarse de cerca con la muerte no es una decisión que suele tomarse por gusto, como es el caso de Josué* que se convirtió en sepulturero por necesidad. “Hay un momento en el que se tienen dos opciones: o se trabaja en esto o se queda en la casa aguantando hambre y pasando necesidades”, afirma. Aunque también confiesa que después de 3 años le gusta su trabajo, pues, además de sostener a su familia, le ha dado lecciones para la vida como lo es no preocuparse por banalidades. “Como bien dice el refrán: ‘Yo no he visto el primer entierro con trasteo’; usted lo único que se lleva es una muda de ropa y ni siquiera la elige”, agrega.
Llegar al trabajo es para él toparse con cientos de bóvedas distribuidas entre tres mausoleos en las cuales yacen restos de personas de todas partes de la ciudad, sin distinción de clase social. Existe un rincón donde están ubicadas todas las cenizas de aquellos que son olvidados. A las afueras se divisan flores de colores que logran matizar el gris desgastado de los muros externos; vehículos vienen y van, la algarabía que caracteriza al centro de la ciudad no cesa, allí en medio del afán de la vida, estos cadáveres buscan el descanso eterno.
Al otro extremo de la ciudad, Alejandro* y Felipe*, se convirtieron en sepultureros por la falta de oportunidades laborales, sin embargo, afirman que este trabajo les permitió salir adelante junto con sus familias. De igual manera, dicen que al principio fue difícil porque nunca se imaginaron trabajar con muertos, pero con el tiempo fueron adquiriendo experiencia: “hay que tenerles miedo a los vivos y no a los muertos”, dicen. Su lugar de trabajo, a diferencia del de Josué, está repleto de vegetación, de un verde vibrante que a juzgar por el olor no hace mucho fue podado, y con vías sobre las cuales vehículos de alta gama se pierden de vista.
El oficio durante la pandemia
Para los sepultureros no existió confinamiento porque la muerte no se detuvo. Por el contrario, el trabajo se intensificó como comenta Josué: “normalmente se realizan 100 cremaciones mensuales, pero durante los varios picos de contagios que atravesó la ciudad se pasó a utilizar el horno crematorio hasta en 600 ocasiones”. Felipe y Alejandro cuentan que el 30 de diciembre de 2021 se llegaron a realizar 33 servicios de inhumación, la cifra más alta registrada en los 50 años de existencia del cementerio donde laboran.
Sus condiciones laborales cambiaron porque a las intensas jornadas de trabajo se sumaron estrictos protocolos que acompañaban su angustia ante un posible contagio. Desde el comienzo de la pandemia utilizan trajes antifluidos que dificultan cualquier movimiento: careta transparente, para evitar alguna salpicada de saliva; un filtro, que pretende ayudarles a respirar con normalidad y tres juegos de guantes, para estar seguros de no tener contacto directo con el infectado. Al finalizar el servicio estas prendas se queman y los operarios debían repetir esta rutina a lo largo del día.
A pesar de las medidas de bioseguridad no era esquivo el miedo por llevar el virus a sus hogares. “Apenas nos llamaron y nos dijeron que salió el primer contagiado en el grupo de trabajo, ahí mismo llamé a mi esposa y le dije que hiciera maletas y se fuera para donde la mamá”, recuerda Josué. Aunque para marzo de 2021 no había adquirido el virus, sí le preocupaba cargar con la culpa de ser el responsable si su esposa o hijo resultaron positivos para covid-19. Este temor no es nuevo para ellos, en el desarrollo de su labor contraer alguna enfermedad es un riesgo constante. “El verdadero miedo que tenemos nosotros acá es una infección, nada de eso que dicen que el frío de los muertos”, comenta.
Este no es el único riesgo al que se enfrentan, los tres sepultureros han enfrentado problemas con los familiares de fallecidos que en vida fueron conflictivos. Dice uno de ellos que algunas personas borrachas o drogadas emprenden ataques hacia ellos: golpes, armas blancas e incluso han sonado disparos, situaciones en las que la intervención de la Policía ha sido necesaria.
Aunque esto ha sucedido en repetidas ocasiones, también se han encontrado con familias que reconocen su labor y más en estas épocas de crisis, como es el caso de María Rangel, quien perdió a su abuelo y tío por causa del covid-19. Aunque a sus pérdidas las separan 4 meses, la experiencia fue completamente distinta entre ellas y, sin duda, distan mucho de los velorios que se realizaban en la ausencia de la pandemia.
“El sepelio de mi abuelo duró 4 horas y pudimos asistir 10 personas, a los 5 días nos entregaron las cenizas. Cuando mi tío falleció, Bucaramanga se encontraba en el primer pico de la pandemia por lo cual solo podían ir 5 personas al velorio, yo lo viví de manera virtual a través de cámaras ubicadas alrededor del ataúd y sala de espera”, recuerda María.
Cuenta que su abuela no pudo asistir al funeral de su hijo, la edad fue el condicionante, pues las restricciones por parte de la funeraria hacia las personas mayores de 60 años evitaban que se pudieran acercar. De manera irremediable, esta mujer vivió su luto mediante una pantalla, en el mueble de la casa que él solía frecuentar.
La presión de “la última línea”
“Ellos no solo están en frecuente contacto con la muerte, sino también con el dolor que genera la pérdida en las familias, entonces tienen un desgaste emocional al ver cómo padres, hermanos, hijos, abuelos despiden a un ser querido”, afirma Luis Arango, psicólogo forense. Cada fallecido trae consigo una familia afligida y triste, el momento cumbre para liberar estas emociones ha sido por largo tiempo en el último adiós. Por esto, el profesional de salud recomienda un acompañamiento psicológico a estos sepultureros, sin embargo, sabe lo utópico de su pensar tras años de olvido para dicho sector.
“Después de tener que laborar en horarios extendidos y recibir el doble de trabajo, imagínense si las funerarias y cementerios hubieran decidido cerrar y no atender más; se habría generado un caos social junto con recriminaciones hacia este sector, pero como esto no ha sucedido y las personas siguen dando todo de sí, se les ignora y se les da por sentado”, expone Arango.
Aunque las emociones fuertes que se experimentan durante el luto no se pueden tocar o ver, estas condicionan y predisponen el ambiente, de esta manera cada entierro que se lleva a cabo representa para el sepulturero un cansancio mental, sumado al esfuerzo físico y el olvido que sufren. De igual manera, a raíz de la pandemia, han sufrido discriminación por parte de la comunidad, pues esta los identifica como agentes infecciosos. “En mi edificio, antes los vecinos hasta me buscaban para preguntarme si teníamos en bóveda a algún familiar de ellos, con la pandemia me ven a mí o a mi esposa en los pasillos y nos esquivan”, contó Josué en marzo de 2021, con decepción en la mirada.
Dicha discriminación se ha intentado invisibilizar por parte de los medios y la sociedad, se habla de los médicos como “la primera línea” pero ¿dónde quedan los trabajadores de las funerarias que también están expuestos al virus? Aunque este rechazo, acompañado del riesgo de enfermar, podrían generar aburrimiento y decepción constante, ellos no se centran en eso. Prefieren ejercer su labor con entrega, dedicación y respeto, sin importar el reconocimiento.
Los hombres históricamente son los que han ocupado los puestos como sepultureros, las fuentes consultadas afirman que en sus lugares de trabajo no hay colegas mujeres. “No hay, no porque no le permitamos hacerlo, sino que ninguna se ha acercado a presentar hoja de vida”, comentan. A nivel nacional, se tiene registro de dos sepultureras; Sonia Bermúdez, es una de ellas, y los últimos años ha dedicado sus días al mantenimiento de un cementerio en La Guajira. Tal es su amor por el trabajo que prefirió dejar a su marido, antes que a sus muertos, como lo dijo en una entrevista a El Tiempo en octubre de 2020.
Colombia cerró enero de 2022 con 135.992 fallecidos por coronavirus. Son miles de servicios funerarios entre inhumaciones y cremaciones que se han realizado por los sepultureros a lo largo y ancho del territorio nacional desde el inicio de la pandemia. Esta es la realidad de un oficio olvidado pero indispensable; la “última línea” entre la muerte y el más allá.
*Nombres cambiados por petición de las fuentes*