Fotos por Ana María Mena
La playa, los edificios modernos y las calles iluminadas de Beirut quedan atrás; salen a la vista buses de transporte público, apartamentos sin vidrio en las ventanas y callejones opacos. Un cartel del Movimiento por Palestina Libre avisa que el lugar donde cerca de 270 personas al año se suicidan, está cerca.
Al inicio parece una caminata por un barrio olvidado por el Estado (de esos que estamos acostumbrados a ver aquí en Colombia), pero no es así: resulta algo inimaginable. Una mezquita inaugura el inicio del laberinto; Ibrahim, un joven libanés muy conocido en el campo, nos guía; a medida que se avanza, el camino se vuelve más estrecho y andamos uno tras de otro, bajando las cabezas para que los cientos de cables que se ven, no nos hagan daño.
Vista de calles centrales del Campo de Refugiados.
Las conexiones parecen una enorme telaraña: los mismos refugiados palestinos deben instalar el agua y la luz artesanalmente, lo que ocasiona más de cincuenta muertes al año por electrocución. Los cables de la luz se entrecruzan con los tubos del agua; hay cables pelados, hay fugas de agua…¿Los gobiernos libaneses se han hecho cargo de algo? Presumen que ‘los dejan’ ocupar un territorio ajeno, ¿qué más se les puede pedir?
Los mismos habitantes generan señalización para orientarse por la cantidad de calles y adecúan sus propios métodos para la permanencia de los servicios en sus casas.
Los palestinos a nivel mundial son excluidos de todo tipo de escenarios de Derechos Humanos. Nos estamos ahogando -percibo-, y no, no es por la larga caminata que hemos hecho entre mujeres con hiyab, niños y niñas mirándonos con emoción (porque piensan que, quizás, somos otra de las ONG que entran allí a darles un trozo de esperanza), hombres en motocicletas, pequeñas tiendas y propagandas de campañas del campo; no es por eso: hay un algo en el ambiente que pesa, un sentimiento abrumador que es incrédulo con lo que ha visto, quiere evadir la mirada.
Imagine tener que llegar a su casa antes del atardecer porque donde usted vive no hay alumbrado; ni siquiera la luna podrá iluminarle algo, porque usted vive en lo más recóndito de cientos de pequeñas casas; ahora imagine cuando llueve: no hay desagüe y todas sus pertenencias quedan inundadas (sin contar el olor nauseabundo que se genera); ahora, imagine ser mujer en un país con libertades limitadas para ellas y, además de eso, usted es refugiada: ¿Qué garantías de vida y protección podrá tener?
Hay militares dentro del campo de refugiados: son jóvenes, preparados para pelear por la ‘tierra arrebatada’, parados en la mitad de las calles, vigilando. Algunos campos de refugiados son muy estrictos con sus fronteras y sus habitantes: solo palestinos, allí mismo deben trabajar, comprar sus cosas y tener a sus familias. Cuando muere algún habitante del campo dentro de su casa, me cuenta Ibrahim, su cuerpo debe ser sacado por las ventanas, pues las puertas resultan estrechas para el tamaño del cadáver.
Valla publicitaria Movimiento Palestina Libre.
Evadir la mirada es el as más fácil y certero de los seres humanos. Al acercarnos, se percibe un ambiente de fiesta: hay un mercado local. Se escucha música árabe fuerte y las mujeres bailan tradicionalmente. En medio de carnicerías y fritos, se distingue un lugar distinto: un negocio de mujeres palestinas que trabajan con hierbas naturales. Subimos a la azotea, ojeamos las semillas de vegetales y aromáticas que tienen; entonces, hay que ver todo: el croquis del Centro de Refugiados cobra sentido; la rivalidad entre palestinos e israelíes tan solo es el comienzo, no es solo el territorio lo que les ha sido rebatado, sino sus vidas, su forma de amar u odiar al mundo; y, mientras todo siga igual, sostener la mirada seguirá siendo una utopía. Que crezcan las semillas de estas mujeres y no germinen las de la guerra.