Viste gabán rojo y blue jeans; botines negros de diseñadora. Lleva en el bolso ‘El gato con botas’, una libreta y un bolígrafo. Alzando la mano, pide al mesero, un muchacho de veintidós años llamado Andrés, un café. Está en una cafetería francesa, en el centro de Puerto Capital, por la peatonal de la 15 y, antes de tomar el libro, recibe una llamada.
–¡Aló!
–Profesora, buenos días. Habla con Carmenza Torres. La señora Marinela Rodríguez me dio su número, me dijo que ya había hablado con usted y usted le había confirmado dármelo.
–Sí, sí lo recuerdo. Cuénteme, sumercé, en qué puedo ayudarle, cuál es el motivo de su llamada.
–Profesora, lo que pasa es que mi hijo Jaime tiene que hacer un ensayo para la Universidad sobre la importancia de los cuentos de hadas y, al saber que usted es psicoanalista, me pidió el favor de contactarla para pedirle asesoría.
–¿Qué está estudiando Jaime, señora Carmenza?
–Psicología.
–¿Tiene dónde anotar?
–Sí señora.
–Dígale que vaya a la Biblioteca Central y busque el libro: ‘Psicoanálisis de los cuentos de hadas’ de Bruno Bettelheim, escuchó, Bettelheim, B, e, doble t, e, ele, hache, e, i, eme: Bettelheim, y que lo espero a eso de las dos de la tarde en mi oficina.¿Le parece? Es en el edificio Rosales, quinto piso, oficina 525.
–Muchas gracias, profesora, Dios me la bendiga.
Carolina se despide y cuelga. Sacando del bolso su libreta y dejándola sobre la mesa, anota la cita con el muchacho. El café llega.
—Gracias –dice.
Carolina toma ‘El gato con botas’ y lo pone al lado del pocillo, que agarra para degustar el primer sorbo.
–Camilo, todo esto debe hacerse al derecho –entra hablando en tono alto un muchacho de bléiser a cuadros acompañado de otro de chaqueta amarilla. –Se produjo esto, se ganó esto, se invirtió en esto y aquí están los comprobantes –se sientan. –De aquí en adelante lo que se vienen son contratos, mi hermano, contratos, con C mayúscula –comenta frotándose las manos. –Por eso lo necesito más pendiente que nunca en la contaduría de la productora, ¿me oyó? Usted es mi amigo, güeón. Usted sabe todo lo que significa todo esto para mí.
A Carolina le causa gracia escuchar al muchacho. Abre el libro.
“Hace mucho tiempo, en un lejano pueblo”.
La bocina del Peto la interrumpe.
Carolina mira una mesa vecina donde un señor de bigote blanco, nariz gruesa y llena de espinillas, se come un hojaldre que se le desborona en la boca como a un pequeño niño.
La bocina del peto se hace más cercana. Cada vez más, y más. Cada vez más cerca al oído.¡Pimpom! ¡Pimpom! ¡Pimpom!
Carolina, estresada, nota que los segundos de su reloj están titilando. Aturdida, se arregla el pelo.
El muchacho de bléiser a cuadros no para de hablar mientras que el otro muchacho mira sus manos.
–¿Me estás escuchando, verdad, güeón?
Andrés, llevando una bandeja con aromáticas, se tropieza con la pata de una silla, pierde el equilibrio, deja caer la bandeja, se rompe la loza y, el sonido le hace resonar los tímpanos a Carolina, quien se tapa los oídos.
¡BOOM!
Un estruendo sacude el centro de la ciudad. La cafetería se queda en silencio bajo un tráfico de miradas. Un hombre se pone de pie caminando hacia la puerta. Ven pasar a una mujer corriendo. Volteando a mirar al hombre, la mujer le grita:
–¡CORRAN!
El hombre en la puerta sale a correr, y de ahí salen los demás, menos Carolina, que se esconde debajo de la mesa.
¡BOOM!
El grito de una mujer le abre los ojos.
Carolina agarra su bolso, mete el libro, la agenda, y escapa del lugar.
No corriendo tres calles, se escucha el tercer gran estruendo.
¡BOOM!
Un carro, a alta velocidad, choca contra otro y da tres vueltas. La gente corre de lado a lado buscando refugio. Cierran los locales. Gritos de aquí y de allá hacen dar vueltas a Carolina sobre su propio eje hasta marearse, caer al piso, rasparse las rodillas, vomitar del pánico y levantarse. Corre hacia el lugar de donde procedió la explosión, solo que, al hacerse camino entre las hordas de miedo, un paso en falso le troncha el tobillo. Las alarmas no paran de sonar. Adolorida, se quita el botín tratando de ajustarse el pie. Se lo pone de nuevo. Caminando con dificultad, prosigue su camino.
Al llegar a la plaza, encuentra tres enormes cráteres y un tumulto asombrado. Se agacha para agarrar un puñado de tierra que suelta con gracia. Saca su teléfono y toma una fotografía. El reloj en la pantalla notifica que son las 10 y 45 minutos de la mañana. Carolina guarda el teléfono y camina con dirección al edificio donde está su oficina.
Llega el primer carro de bomberos.
Don Pachito, desde la portería, ve llegar a Carolina, agotada, con los botines en la mano. Saliendo, la ayuda a subir las escaleras. La hace sentarse en el largo y azul sofá del lobby.
–Doctora, ¿qué le pasó?
–Ay, Don Pacho, hágame el favor de ajustarme el tobillo, me lo doblé corriendo para acá.
Don Pachito le quita la media y le revisa el tobillo.
–Cuente hasta tres, Doctora.
–Uno… Dos…
Don Pachito da un rápido y fuerte ajustón.
–¡Tres! –grita Carolina al sentir el corrientazo.
Don Pachito coge la media para vendarle el tobillo.
Carolina le da las gracias, agarra sus botines, y sube a su oficina.
–Debo escribir lo que está pasando, Don Pacho. Si no lo escribo: me muero.
Don Pacho le regala una sonrisa respondiendo:
–Diga, doctora, que fueron tres grandes rocas. Yo las vi con estos dos ojitos que me regaló mi Dios.
–¿El ascensor aún está funcionando? –pregunta.
–Al parecer sí, Doctora.
–Nos vemos al rato, Don Pacho, Dios lo bendiga, muchas gracias.
Carolina toma el ascensor, esperando a que baje mira al portero volver angustiado a la ventana con su radio en la mano derecha. El ascensor se abre y ella entra, presiona el quinto piso. Al encontrarse con el espejo, nota que su cabello está tan desalineado que parece la melena de un león. Se mira linda. El ascensor se detiene en el tercer piso. Un hombre, de traje, sombrero y gafas negras, ingresa.
–Buenos días.
–Buenos días –responde Carolina.
–Va subiendo.
–Así es.
–De acuerdo.
El hombre cruza las manos en la entrepierna y se hace a un rincón.
Carolina mira su reloj. Lee los anuncios. Las señalizaciones. Mira la cámara.
Respira.
El ascensor se abre en el quinto piso. Carolina sale y camina hacia la oficina sin mirar atrás. Abre la puerta. Entra. Vuelve a cerrar. Deja los botines en el piso y camina hacia el baño. Se lava la cara. Las manos. Vuelve a la salita. Va por la jarra de la cafetera para preparar café. La llena de agua en el lavamanos. Agrega cuatro cucharadas del café de Etiopía que le regaló su papá al filtro. Presiona el botón, pone la jarra, va a su escritorio, se sienta y enciende el computador. Juega a teclear mientras inicia. Una vez puede hacer uso de su dispositivo, abre el programa y escribe.
“¿QUÉ SUCEDIÓ LA MAÑANA DE HOY?
En el transcurso de las diez de la mañana en la plaza central de Puerto Capital cayeron tres objetos no identificados que sacudieron la ciudad y desaparecieron. No hay muertos ni heridos.”.
El café está listo. Carolina se levanta a servir una taza. Vuelve a la computadora, enciende un cigarrillo. Se detiene un momento a mirar por la ventana. Sorbo tras sorbo se va, como Baudelaire, en las nubes. Su teléfono suena. Contesta.
–Caro, mi vida, ¿estás bien? ¿Dónde estás, amor? –le pregunta su novio.
–Hola Pablo, estoy bien, ando en la oficina, preparé café, ¿tú dónde estás? ¿Estás bien? ¿Dónde estabas cuando cayeron?
–En el estudio, mi amor, se sintió fuertísimo hasta aquí.¿Allá todo bien? Escuché que desaparecieron, ¿es cierto?
–Así es, amor, cuando me devolví ya no había nada. Fue rarísimo, amor, rarísimo. La tierra estaba viva, y no vi ningún muerto, ¿puedes creerlo, Pablo? Nadie, es que absolutamente nadie. Ni un brazo, ni una pierna. Solo tierra y escombros de lozas.¿Vas a subir?
–Estoy en camino hacia allá. Hay toda una romería, mi vida. Es impresionante. Yo lo único que hice fue salir. Vi la gente correr, pero no me fui a ningún lado. Ya después fue que vi a Don Fermín, el de la carpintería, tú lo conoces, y le pregunté. Me contó lo que se está rumorando, que al parecer fueron tres rocas las que cayeron en la plaza central y que desaparecieron.
–¿Qué estabas haciendo, amor?
–El cuadro que me encargaron del Papa. Menos mal amor no tenía pincel alguno, sino que estaba yendo por pintura.¿Tú qué estabas haciendo?
–Estaba en la cafetería a la que fuimos la vez pasada, la de la Quince. La que dijiste que te había gustado por la iluminación del segundo piso.
–¿La francesa?
–En esa, amor, fue como si hubiese caído adentro. Te espero y almorzamos, ¿te parece? Te amo, estoy escribiendo la nota. Mi jefe no me va a creer que estuve a cuadras del incidente.
–Allá te veo mi amor, guárdame una taza.
Carolina cuelga, toma un sorbo de café y vuelve a su trabajo. Se truena los dedos de las manos y luego el cuello.
Su teléfono vuelve a sonar.
–Profesora, con Carmenza, ¿cómo se encuentra?
–Señora Carmenza, muy bien, muchas gracias, usted, ¿cómo está?
–Bien, profesora, bien. La llamo para confirmar si sigue en pie la asesoría del muchacho.
–Claro que sí, señora Carmenza, por el momento todo sigue igual, a menos que otra eventualidad fuera de lo razonable nos lo impida.
–¿Increíble, cierto, profesora? ¿Usted qué estaba haciendo?
–Intentaba leer.
–¡Ay, profe! Dios nos ampare y nos favorezca, Señor nuestro. Yo estoy asustadísima, profe.¡Esto es el fin del mundo!
–No diga eso, señora Carmenza, si quiere venga con su hijo a la asesoría. Trate de mantenerse ocupada. Respire. Guarde tranquilidad.¿Qué manualidad sabe hacer usted?
–Yo sé tejer.
–Entonces teja. Escuche música. Relájese. Espere hasta el reporte oficial.
–Bueno profesora, entonces nos vemos más tarde.
–Hasta luego.
Carolina cuelga. Enciende la radio.
>>ÚLTIMO MINUTO. Siendo las 11:15 minutos de la mañana, Radio Difusora Capital informa el parte de tranquilidad que da la administración local al hacer presencia en la plaza central con un operativo de investigación forense.
Un helicóptero sobrevuela el edificio donde está Carolina.
>>Hacemos un llamado a mantener la calma, estar en comunicación permanente con sus seres queridos y no atentar contra la tranquilidad. Todos estamos a salvo.
Carolina prosigue.
“La emisora de la capital anuncia el primer parte de tranquilidad de la administración al desplegar todo un complejo operativo logístico de investigación. Rumores iniciales cuentan que se trató de tres enormes rocas.”.
Suena el timbre de su oficina.
–¿Quién es? –pregunta.
Del otro lado, nadie responde.
Carolina se pone de pie y camina hacia la puerta, mira por el visor. No hay nadie. Gira la perilla, abre: nadie. Al bajar la mirada, encuentra una caja de cartón forrada en trozos de papel periódico.
–¡Carajo! –dice.
Recoge la caja y la entra a su escritorio. Caminando de un lado a otro, pensando en decidir, se detiene un segundo, va hacia ella y, la bota al piso de un palmadón. La caja se abre al caer descubriendo un cuadernillo. Carolina lo recoge. Lo abre. Lee el primer párrafo:
“Viste gabán rojo y blue jeans; botines negros de diseñadora. Lleva en el bolso ‘El gato con botas’, una libreta y un bolígrafo. Alzando la mano, pide al mesero, un muchacho de veintidós años llamado Andrés, un café. Está en una cafetería francesa, en el centro de Puerto Capital, por la peatonal de la 15 y, antes de tomar el libro, recibe una llamada.”.