Fotos portada: Cortesía Jaime Alba Sepúlveda.
Pincel en mano, pintura fresca, mirada al frente y lienzo en blanco. Así inicia el día de Jaime Alba Sepúlveda. Se sienta en su butaca y con su mano derecha comienza a contornear con un lápiz de color verde el cuerpo de un gran gorila. Pintar es lo que acostumbra a hacer desde los ochos años. Durante un instante su mirada se posa en la nada como si por su mente pasase flashbacks de sus obras de arte. Parece inmerso en un trance que lo lleva a otro mundo.
Su expresión denota nostalgia, sus ojos negros se tornan expresivos y en la comisura de sus labios se dibuja una tenue sonrisa que acompaña su canosa barba.
Con voz ronca dice:
—¿Azul?, es de mis colores favoritos.
Se levanta de la butaca y camina a paso lento hacia una de las mesas de dibujo. Posa una mano sobre su quijada y dice:
— Un día vi a mi padre pintar unos pájaros de color azul en un gran lienzo. Desde ese día, a los ocho años, quedé enamorado de la pintura.
Con nerviosismo juguetea con uno de los pinceles que tiene al frente, entrecierra los ojos y analiza con mirada fija la puerta de la galería, cuya figura pintada representa a un hombre saliendo de un hoyo negro.
Esa imagen lo transporta a su infancia transcurrida en La Mesa de Los Santos (Santander), un pequeño y curioso niño viendo a su padre pintar y soñando con vivir del arte, pero en una época llena de estigmatización hacia los artistas. Recuerda, por ejemplo: esa tarde en la que se sentó a llorar en el parque San Pío (Bucaramanga) por la falta de oportunidades y los constantes rechazos a su arte; estos recuerdos le generaron un sinsabor en la boca haciéndolo volver a la realidad.
Ya no es el pequeño Jaime, ahora es Jaime Alba Sepúlveda, el artista, el maestro, el expositor. Con una lágrima y los ojos nostálgicos hace un gesto de paz: sus ojos se cierran y de su nariz sale un profundo suspiro mientras con ambas manos sujeta su pecho.
— La verdad es que perder la esperanza es lo peor que uno puede hacer, pero ante la constante situación de rechazo me sentía estancado, estaba perdiendo la fe, pero a mí no me importaban ni los estigmas ni el rechazo, nada. Yo quería pintar, sabía desde pequeño que eso era a lo que quería dedicarme y aún con todo en contra, lo logré.
El apoyo es indispensable en el camino del artista. A Jaime se le presentó un ángel de la guarda. Yolanda Silva Camargo era vecina de los abuelos de Jaime. Ella lo vio crecer y enamorarse de la pintura. Para los padres del maestro, “los pintores son vagos, pintar no es una profesión “, por lo que el apoyo de la familia no fue un fuerte en el camino a ser el artista que es hoy en día. Pero Yolanda siempre tenía palabras de apoyo para Jaime, incluso dejaba que él decorara e hiciera sus tareas de artística.
Estas son algunas de las obras de Jaime Alba. Foto: María Alejandra Lara.
Para las compañeras y profesoras de Yolanda, los dibujos plasmados en las hojas del cuaderno cosido eran tan expresivos y únicos que los cuadernos de Yolanda y el nombre de Jaime comenzaron a sonar entre toda la comunidad normalista de Guacarí. Poco a poco Jaime se volvió el dibujante predilecto entre las alumnas normalistas, logrando que sus dibujos se conviertan en parte importante de los materiales de estudio. Mientras le explicaba a una de sus alumnas la manera en la que funcionaba la perspectiva en el arte mencionó lo mucho que le apasiona transmitir el amor al arte, “el arte nos mueve, para mí entender y comprender que no todos los estudiantes aprenden de la misma manera es indispensable, me gusta cuando un alumno se me acerca y me dice, profe esto no me gusta a mi me va mejor de esta manera y creo que un profesor exitoso es aquel que sabe escuchar y reconocer, por eso me apasiona enseñar, porque aprendo algo de mis alumnos cada día”, decía el artista.
“Desde que Jaime era pequeño yo veía su talento, sus dibujos me generaban un sentimiento profundo, de nostalgia de emoción. Si bien al principio sus dibujos no eran perfectos, con el paso del tiempo fue mejorando y aprendiendo por sí mismo; así que yo lo animaba diciéndole ‘usted tiene potencial, no deje que las palabras de los demás lo desanimen’”, cuenta Yolanda.
El relato de Yolanda se ve interrumpido por un niño de unos 9 años que se asoma a la puerta de la galería y saluda con su mano derecha al maestro. Su rostro está brillante y lleno de alegría. Jaime se acerca a la puerta con expresión pasiva y finalmente la abre e invita a el niño a pasar.
—Él se llama Sebastián Sanabria, es uno de mis alumnos, pinta muy bien. Al principio le costaba un poco, pero se fue adaptando y ahora hace pequeños cuadrados.
Jaime guía y corrige la paleta de colores en el boceto de Sebastián, entre risas y correcciones se pasan las horas en la galería. A las 5:30 de la tarde Jaime anuncia el final de la clase y con una sonrisa y un apretón de manos se despide de Sebastián y lo acompaña a la salida de la galería. “Todos tenemos a un artista adentro, no debemos dejar que se marchite”, le dice al niño.