El zumbido de las balas ha prevalecido a través de las épocas, como si el tiempo se hubiera detenido en medio de la violencia. Los disparos se escuchan hasta en la pólvora de las festividades. El conflicto armado queda ahí, en el alma, porque los recuerdos no se van y las heridas se manifiestan a través de la ansiedad y el estrés. Dormir no es un escape; aunque se supone que sea un momento para descansar, los sueños traen consigo estos sucesos a la realidad.
¿Quiénes han sufrido el flagelo de la guerra? 8.347.566 individuos fueron marcados por hechos de violencia, no obstante, las cifras son frías, pues se trata de numerosas vidas que se desvanecieron por el conflicto. Sin embargo, ellos ahora relatan sus vivencias, no como hechos que permanecen sin valor alguno, sino como memorias que aún carcomen sus almas. Y es que los recuerdos no envejecen al igual que el cuerpo.
Las siguientes son historias de personas que no se conocen y cuyo camino, quizás, nunca se han cruzado, pero tienen algo en común: son víctimas del conflicto armado que reconstruyeron sus vidas en el Área Metropolitana de Bucaramanga.
El Festival del Retorno - Simacota (1965)
Pedro Pablo Luque es un hombre espontáneo y trabajador que se dedicó día y noche a cultivar su tierra. Conserva manos desgastadas y ojeras que adornan sus ojos; muestra de compromiso con sus labores, pues es amante de levantarse antes de que el sol aparezca. Normalmente, tenía una sonrisa blanca, al igual que su piel, y usaba un sombrero de paja para disimular su peinado. Es un hombre sencillo que no le presta atención al tema de la vanidad. Nació en Simacota, Santander, hace 82 años, lugar que fue marcado por la violencia.
“El Festival del Retorno siempre había estado lleno de alegría, pero esa vez el silencio y la incertidumbre fueron las protagonistas”, expresó Pedro.
El 7 de enero de 1965 iniciaba la celebración del Festival del Retorno, un escenario para el reencuentro de familias y atracción de visitantes por su ambiente alegre. Pablo madrugó, como de costumbre, para bajar al pueblo. Llevaba una camisa pálida que hacía juego con sus alpargatas y un sombrero de paja —el de siempre— con el fin de presenciar la conmemoración y disfrutar la muestra ganadera tradicional. Al llegar, un tumulto de gente desconocida estaba dispersa por todo el pueblo, parecían sospechosos. “No recuerdo muy bien los detalles, pero sí los sucesos”, dijo.
Una señora, que más tarde se daría a conocer como la “Mona Mariela”, se encontraba en frente de la Caja Agraria con una postura firme y empuñando un arma. De repente, se escuchó un zumbido que desapareció de golpe, mientras caían sobre la tierra el comandante de la Policía y sus acompañantes. Los ojos estaban puestos en el acto cuando el pánico se apoderó del Festival lentamente.
Con la atención adquirida, los hombres armados reunieron a todo el pueblo en la plaza principal para dar un discurso que después sería conocido como el Manifiesto de Simacota. A través de dicha acción, se consolidaron como un grupo político y militar llamado Ejército de Liberación Nacional (ELN); el cual exponía su desacuerdo con los ideales del Estado.
Usando una voz elocuente, presentaron doce puntos y explicaron su fin como grupo armado: “liberar” al país. Pablo se encontraba ahí, inerte, intentando concentrarse en ellos, pero no apartaba la vista de quienes cayeron. Al terminar, recorrieron todo el pueblo con el propósito de abastecerse y desalojar a los habitantes de su producción.
Lo sucedido atrajo a diferentes grupos armados, como paramilitares, que acosaban periódicamente las fincas cercanas del municipio. El trabajo se volvía arduo y Pablo comenzaba a envejecer. No podía mantener el ritmo de su juventud para responder a las exigencias de dichas organizaciones ilegales. Después de resistir casi tres décadas en sosiego, sobre el 2012 tomaría la decisión de abandonar sus tierras para migrar hacia la ciudad en busca de paz y seguridad.
Él y su esposa Ana Isabel, teniendo historia bajo los párpados, llegaron a un barrio reconocido de Piedecuesta: El Refugio. Con sus escasos ahorros lograron sobrevivir un trimestre en la ciudad; en ese momento, desconocían el apoyo de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras que concede el Gobierno a los damnificados del conflicto armado y, por ende, nunca accedieron a ello.
Con el pasar de los meses, el dinero se acabó y su avanzada edad le negaba la oportunidad de conseguir trabajo para seguir pagando el alquiler. Sin embargo, sus diez hijos, quienes abandonaron la finca a temprana edad, motivados por Pedro e Isabel —para alejarlos de la violencia—, se aliaron con el fin de garantizar una pensión a sus padres, con la cual pudieran vivir tranquilos.
Así, los actores armados afectaron a Colombia, sin embargo, aquellas regiones en las que la presencia del Estado era casi nula, fueron las más golpeadas; pues en estos lugares se establecieron como la autoridad e impusieron sus “reglas” sin ningún impedimento, por consiguiente, muchas de las víctimas buscaron refugio en las grandes ciudades. A lo largo de la presidencia de Juan Manuel Santos, se reveló también que 7.134.646 personas fueron afectadas por el desplazamiento.
Y no es que quisieran dejar sus hogares: ¡la guerra los amarró de pies y manos!, para luego arrebatarles las tierras que los habían alimentado. Simacota, como se ha mencionado, fue uno de los tantos epicentros.
Por otra parte, aunque en dicho territorio se dio el primer ataque de este grupo armado, es en San Vicente del Chucurí donde se encuentran los cimientos de su creación. No obstante, lo que empezó como una revolución en contra de la inequidad que existía, terminó siendo un cuchillo en la yugular para los chucureños. De acuerdo con cifras de Verdad Abierta, allí han ocurrido más de 1.800 asesinatos y 9 mil desplazamientos; Inés Rodríguez hace parte de la gran cantidad de personas que se vieron obligadas a dejar sus hogares.
“No es que no quiera volver, me han sacado de mi tierra” - San Vicente del Chucurí (1986)
Inés vivía con su esposo y seis hijos en la vereda Llana Caliente, San Vicente de Chucurí, allí obtenían ingresos para sostener su hogar gracias a una tienda que administraban. “En 1986, el Ejército de Liberación Nacional asesinó a mi esposo”. Le cuesta decir dichas palabras, así que las pronuncia rápido, para digerir de un solo trago aquel amargo recuerdo.
La muerte de su esposo no solo dejó dolor, también desamparo y una precaria situación, puesto que quedó sola con seis pequeños bajo su cuidado. Así que Inés se trasladó a la vereda La Explanación, en El Carmen de Chucurí, con el fin de buscar tranquilidad, pero no la encontró.
En la mañana de 1988, un estruendo irrumpió el sueño de Inés. A lo lejos, se oían disparos y una casa estaba en llamas. La mujer arrulló a sus hijos para que no sintieran miedo; aun así, tenía el corazón desbocado por el pánico, no solo por el bienestar propio, sino por la familia que vivía en aquella edificación. Dos horas después, los vecinos ingresaron a la propiedad: once cuerpos yacían esparcidos en la sala y la sangre cubría cada rincón del caótico escenario. Según algunos habitantes de la vereda, las autodefensas fueron las responsables.
Así pues, Inés decidió irse a Bucaramanga el mismo día en el que los paramilitares perpetraron su matanza. “De ahí regresé a San Vicente, metí la ropa de los 'pelados' y me vine. Dejé todo allá, lo del negocio y lo de la casa”, contó resignada.
Llegó a Bucaramanga a ciegas, ya que no conocía la ciudad. Su hermana, le ayudó a conseguir una casa en arriendo en el barrio Álvarez y se dedicó a buscar trabajo. Laboraba casi doce horas diarias haciendo oficios varios en algunos hogares. Por ende, tenía que distribuir muy bien el dinero; sus ganancias no eran muchas, así que trataba de comprar los alimentos más económicos; el resto iba para el arriendo y los servicios. Cuando ella se ausentaba, los hijos mayores debían cuidar a los más pequeños.
Más adelante, rentó un local y abrió una tienda en Real de Minas, cerca de donde vivía su hermana, así que ella cuidaba a los niños mientras Inés trabajaba. Hace 30 décadas reside en Riberas del Río, un barrio ubicado en Girón. Allí, pasa los días de vejez junto con su nueva pareja y ambos trabajan para sostenerse económicamente. Inés no pudo acceder a una pensión, ya que toda su juventud estuvo enfrascada en trabajar para sobrevivir en la ciudad.
“Pues ya saqué los hijos adelante, ya están grandes y yo estoy sola con el esposo que tengo ahora”, expresó Inés con resignación en su mirar. La forma de hablar es pausada, tal vez sea por el peso de tantos años laborando sin descanso. Con todo, se siente satisfecha al saber que sus hijos están lejos de la violencia.
El viacrucis de una sobreviviente - Bajo Simacota (1988)
De acuerdo con la doctora en Derechos Humanos de la Universidad Industrial de Santander, Ledis Bohórquez, en los municipios que son más cercanos a la región del Magdalena Medio, la violencia es constante. Un ejemplo de lo anterior es Muerte a Secuestradores (MAS), un grupo paramilitar creado en 1981 con el objetivo de proteger a los colonos y terratenientes de la guerrilla.
¡Pum! Sonó el primer disparo de fusil a lo lejos en el monte.¡Era un hecho! Teresa había muerto.¡Pum!, y si no era así, el segundo debió arrebatarle por completo la vida. La única testigo del asesinato observó, a través de una pequeña ventana, cómo el cielo nocturno se despejaba, ignorante a la tormenta que pronto se desataría. El rostro de Rosalba estaba empapado de sudor, sus piernas temblaban y el miedo no le permitía derramar ni una lágrima.
Rosalba Delgado, quien vestía un jean y camisa blanca de mangas, supo que su vida también peligraba. Jamás imaginó que ser delegada de la Registraduría, en el Opón, la enfrentaría a miembros del MAS, quienes asesinaban a todo aquel que tuviera alguna relación con sus enemigos. Por eso mataron a Teresa, ya que, además de laborar para la Registraduría, también le lavaba los uniformes a los guerrilleros.
¡Tic-tac, tic-tac, tic-tac! El reloj anunció las 6:00 p. m.; así que ella se apresuró a terminar su trabajo inscribiendo las cédulas para las elecciones de la época. Luego, compró un tiquete de tren que partía a las 3:00 a. m. con destino a Barrancabermeja, con el fin de entregar los documentos que le habían asignado y regresar a su hogar en Simacota.
Para Rosalba, a sus escasos 23 años, no le fue fácil ver cómo unos hombres armados hasta los dientes le arrebataron a su amiga. “Todavía veo su rostro de resignación en mis pesadillas... Teresita sabía lo que le iban a hacer”, manifestó Rosalba; su voz casi se quebranta en llanto. “Al otro día, Vanguardia publicó en primera plana: Asesinada delegada de la registraduría”, añadió.
Tiempo después, llegaría al Área Metropolitana de Bucaramanga, específicamente a Girón, para hallar nuevas oportunidades. Estando allí, trabajó arduamente en almacenes y restaurantes. De tal manera, Rosalba dejó atrás su pasado, sin olvidar las heridas que este causó; así logró cambiar el futuro tan amargo que esperaba por ella.
Una melodía que sonó en el celular de la mujer interrumpió el relato. “¡Es El campesino 'embejucao' de Jorge Veloza!”, expresó entusiasmada. Luego, con la mano derecha, llevó una taza de café a sus labios carnosos y en un ligero suspiro comentó: “Eso fue en enero de 1988”, haciendo referencia a los sucesos anteriormente narrados.
“A mis 56 años todavía tengo traumas psicológicos.¡Claro! Quedan secuelas para toda la vida. Sufro de estrés postraumático y depresión; la verdad, me brindaron muy poca ayuda. Sin embargo, con el pasar del tiempo tuve más apoyo, formé mi familia y salí adelante. Fue muy difícil, pero hoy digo orgullosamente que gané la batalla contra la violencia”, comentó Rosalba, en tanto que observaba tiernamente una antigua fotografía de su matrimonio.
Con respecto al acompañamiento que deberían brindarle los entes gubernamentales a las personas que han sufrido este flagelo, Ledis Bohórquez afirma que la Unidad de Protección de Víctimas es la responsable de garantizar que los derechos se cumplan. Igualmente, Bohórquez advierte: “Cuando las víctimas no han obtenido ninguna garantía, les están violando todos sus derechos (...). Además, se niega el desarrollo en un ambiente tranquilo; lo cual, puede desembocar en la revictimización”.
Memoria y dolor: las cifras que pocos conocen
La guerra en el país ha dejado 262.197 fallecidos, esa cantidad equivale a la población que vive en el área urbana de la ciudad de Sincelejo, Sucre. De dicho número de víctimas, 215.195 eran civiles y 47.002 combatientes. A su vez, el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) reveló que hubo 37.094 secuestros, de los cuales 1.214 corresponden a militares y policías.
Pero, ¿quiénes son las víctimas? Según Ledis Bohórquez, la ley determina un periodo para reconocer a los afectados, pues, de lo contrario, deberían estudiarse los casos de violencia en el país desde el momento uno. Asimismo, la Ley 1448 del año 2011, establece que son víctimas: el cónyuge, compañero o compañera, parejas del mismo sexo y familiares en primer grado de consanguineidad de aquellas personas que fueron blanco de los crímenes.
A pesar de las marcas que se esconden bajo sus pieles, en la actualidad, el alba se viste de esperanza y la noche viene cargada de paz y tranquilidad. Algunos viven solos, unos apuestan por el trabajo cooperativo y otros hallaron el amor en medio del caos. No obstante, la esencia radica en la capacidad para resurgir de la adversidad, pese a los momentos dolorosos que ocasionó la “tan temida” guerra en Colombia.
Más allá de los números, son personas cuyos recuerdos del conflicto armado adquieren una relevancia en el legado del país, pues la memoria histórica es el puente para el esclarecimiento de los crímenes violentos y la construcción de una paz sostenible. Por ello, es un deber de todos “levantar de las ruinas” a Colombia y establecer unos cimientos fuertes con el fin de que estos lamentables hechos no se repitan.
Mientras disfruta del calor emanado por el dulce hogar que conformó hacer cuarenta años, don Pablo Argüello recuerda con nostalgia aquellas épocas de amor y prosperidad en las cuales la guerra y el llanto opacaron sus sueños.
En el siguiente podcast se presentarán tres historias relacionadas con el conflicto armado en Colombia:
En el siguiente podcast se hablará del conflicto armado en Santander:
Según la fundación cooperación para el desarrollo CODESPA, el conflicto armado de Colombia nace en los años 60 y solo en los últimos 30 años ha dejado la desoladora cifra de 6.800.000 víctimas, de las cuales, un 86% son desplazados, obligados a abandonar sus hogares.
Este conflicto ha provocado que la pobreza, la desigualdad y la vulneración de los derechos humanos crezcan. Y siempre poniendo en el centro de los más afectados a las comunidades indígenas, afrodescendientes, campesinas, mujeres, niñas, y defensores de los derechos humanos.