Recién llega uno -en su multiplicidad corporal y cultural- a un lugar donde todo le es diferente y familiarmente ajeno, donde los objetos, sonidos, colores y olores, son una experiencia emotiva que impacta y abruma de forma casi ininteligible. Al paso, se va descubriendo que no todo es extraño y que la tranquilidad, llega en la medida en que lo humano se hace presente.
Todo a través de la necesidad de comunicar lo otro con el otro, lo que está apropiado culturalmente y desapropiado por significado, busca encontrarse en los sentidos, cuando estos se liberan del paroxismo. Así, el reposo ni siquiera se vislumbra en la incesante experiencia vivencial, que atosiga en espera del descubrimiento y la confirmación de que no todo es ajeno.
Los espacios no significan igual, aun cuando la utilidad es extensiva. El locus le acontece un universo de objetos que representan una multiplicidad de significados, pero que se extiende como un espacio absoluto. Todo se arremolina, es avallasante el mundo de los objetos, el mundo de la vida humana, luego se disipa para significar otra sensación, otra emoción. En el sosiego se encuentra el espacio relativo, que justamente aparece cuando todo cobra sentido.
Luego las figuras retóricas del lenguaje que acompañan el desconcierto primero, y la resignificación después, son el síntoma de una necesaria relocalización, porque en el fondo cuando se quiere pertenecer, se busca la atadura que liga con la memoria, con el pasado-presente simultáneo y simbólico. Las entrelineas de este texto plantean un ejercicio catártico de aproximación con lo velado, para lograr -quizá- des-velar los tejidos sensibles de la experiencia dialógica de la interculturalidad.
Así en estos diálogos perceptivos y perceptibles, se configura la experiencia vivencial de aquello que nos vincula con el otro, para convertirse en el nos-otros.